Mitos acerca de la movilización social (III): del fin del mundo, por Aurelio Sainz

El mito del fin del mundo, el tercero de esta serie de mitos acerca de la movilización social, afirma que la acción política colectiva sólo está justificada si su propósito es evitar una catástrofe, algo que en nuestra imaginación se aproxime al fin del mundo.
  El mundo que vería amenazada su continuidad puede ser entendido de múltiple maneras (la humanidad, la civilización, el planeta...), pero siempre es contemplado como “nuestro” mundo, como aquellas condiciones de vida que un grupo social considera fundamentales para conservar su identidad.
  Para este mito, entonces, el único motivo válido para conquistar o defender colectivamente los derechos comunes sería que, de no hacerlo, la existencia del mundo, de “nuestro” mundo se vería seriamente amenazada.
  El mito del fin del mundo posee, además, otra cara. Supone que no tiene sentido intentar cambiar ninguna situación de injusticia a no ser que la existencia de “nuestro” mundo corra peligro. Cuando “nuestro” mundo no se encuentre al borde de la extinción, la resolución de los problemas sociales, afirma el mito, se confiará a las formas establecidas de delegación política.
  Con el fin de mostrar el carácter mítico de este argumento, voy a recurrir a la paradoja de Jameson. La paradoja que señala Fredric Jameson, investigador de la cultura contemporánea, dice que en la actualidad nos es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
  Entre otras cosas, la paradoja hace referencia a la gran cantidad de películas que en las últimas décadas tienen como tema principal el fin del mundo, desde El planeta de los simios (1968), por ejemplo, hasta Oblivion (2013). Y advierte que es más fácil contar y atender a historias que narran una catástrofe planetaria o de civilización que imaginarse una forma de vida humana sin injusticia económica. Actualmente es más fácil imaginar la destrucción del mundo que su transformación emancipadora.
  La paradoja de Jameson se puede interpretar al menos de dos maneras. La primera se limitaría a comparar dos imaginaciones: la imaginación del fin del mundo y la imaginación de la abolición del capitalismo. Y se extrañaría de que lo que parece más fácil de lograr (que el capitalismo desaparezca) es, de hecho, aquello que nos representamos con mayor dificultad. Esta interpretación concluiría animándonos a esforzarnos por imaginar el fin del capitalismo, inventando una nueva utopía. A ello nos empujaría la misma situación de bloqueo, de dificultad, de urgencia que expresa la paradoja de Jameson. Es decir, precisamente porque lo más fácil de hacer resulta ser lo más difícil de imaginar, es necesario intentar visualizarlo.
  El segundo modo de entender la paradoja de Jameson considera, sin embargo, que no es posible comparar la imaginación del fin del mundo con la imaginación de la muerte del capitalismo (o de cualquier otro sistema de dominación social). Lo que la paradoja da a ver es, más bien, el carácter mítico de la imaginación del fin del mundo con todas sus consecuencia políticas.
  No es sólo que un fin sea más fácil de imaginar que otro. La paradoja va más lejos. Buena parte de las películas que retratan el fin del mundo suponen, en una arriesgada pirueta de fantasía, la continuidad del capitalismo, incluso después de acabado el mundo...
  Así ocurre de modo ejemplar en Matrix (1999). Matrix, el mundo virtual reconstruido por las máquinas tras una guerra con los humanos que destruyó la vida en el planeta, recrea expresamente el mundo capitalista (patriarcal, desarrollista, autoritario...) contemporáneo como la realidad virtual más equilibrada para las pilas-biológicas a que han quedado reducidas las personas. Es lo que el agente Smith (portavoz de las máquinas) explica a Morfeo (líder de la guerrilla humana que todavía se resiste al dominio maquínico).
  El agente Smith dice más. Si el entorno virtual más apropiado para los humanos es el sistema capitalista, se debe, según él, a que los humanos llevan en su misma esencia la pulsión capitalista: son como virus que parasitan y destruyen todos los espacios que habitan y tienen que desplazarse continuamente de un medio a otro. Smith repite así, y no por casualidad, la misma descripción que el Dr. Zaius había hecho de los humanos en las escenas finales de El planeta de los simios.
  Y todavía hay más. El sistema de dominación de las máquinas de Matrix es una alegoría del mismo capitalismo. El mundo del desierto de lo real donde se explota la energía de los humanos se corresponde con el mundo oscuro de la producción capitalista y sus derivados: la guerra y la pobreza de las periferias, la devastación del medio ambiente. La vivencia virtual de los guerrilleros que se internan en Matrix equivale al mundo “mágico” del consumo capitalista.
  Como realidad virtual, como esencia humana y como sistema post-humano, la verdadera protagonista de Matrix es la supervivencia del capitalismo... después del fin del mundo. Absurdo, sí, pero no por eso menos efectivo.
  Algo similar ocurre en otro clásico del género como es Independence Day (1996). En este caso, el capitalismo (mediante sus representantes estadounidenses) es el héroe que salva al mundo de una inminente invasión alienígena que amenaza con destruir el planeta. Pero, ¡oh, sorpresa!, el vencedor no es más que un capitalismo “bueno” frente a un capitalismo “malo”. Los alienígenas colonizadores son descritos con las mismas características que el agente Smith atribuía a los humanos, excepto que en lugar de la imagen del virus, los guionistas de Independence Day prefirieron hablar de langostas. Sus extraterrestres viajan de planeta en planeta devorando, como si fueran un enjambre de langostas, los recursos naturales de cada uno de ellos. Ejército de los Estados Unidos..., enjambres de langostas... (en Avatar (2009) aparecerán después identificados, aunque no sin ambigüedad), el caso es que sobreviva el mundo o se destruya, el capitalismo siempre pervive.
  El absurdo del mito del fin del mundo reside, entonces, en que no es más que una excusa para dar rasgos de inmortalidad, de invulnerabilidad al sistema dominante. De la misma manera que, en el Apocalipsis cristiano, el fin del mundo es para mayor gloria de Dios, en el cine de las últimas décadas, las catástrofes planetarias son para mayor gloria del capitalismo (y acompañantes).
  Hay una razón más por la que no es posible comparar la imaginación del fin del mundo con la imaginación de la desaparición del capitalismo. Como muestran la gran mayoría de estas películas, el asunto principal que está en juego en la imaginación del fin del mundo no es tanto su destrucción como su salvación. Lo que está en cuestión en ellas es si el mundo, la humanidad, la civilización serán salvados o no y por quién.
   En ese nivel de destrucciones y salvaciones fantásticas, la imaginación del fin del capitalismo reclamaría también un salvador... O, a lo sumo, la terminación del capitalismo podría presentarse como una salvación alternativa de un mundo en peligro. Y el salvador sería aquel que se designara imaginariamente como agente enterrador del capitalismo: las masas, la clase obrera, el partido, el pueblo, la ciudadanía consciente...
  Nos encontraríamos entonces con un nuevo problema. Un nuevo problema que está ligado inseparablemente a la imaginación del fin del mundo. Y es que la acción salvadora no es una acción real. En su fantasía quisiera ser como las acciones técnicas y anticipar con mayor o menor precisión el resultado de su puesta en práctica. Pero eso es imposible. La acción salvadora imagina que puede plantearse como objetivo impedir la destrucción del mundo, pero sólo quien pudiera abarcar con su mente la totalidad de los hechos del mundo y su encadenamiento podría anticipar su final y, por tanto, poner los medios para evitarlo. La acción salvadora tiene una indudable inclinación fundamentalista.
  Aunque eso en realidad no es lo más importante. La acción política colectiva de los movimientos sociales no sólo no es ni necesita imaginarse como acción salvadora, es que además tiene muy poco que ver con la acción técnica y similares. La acción política de los movimientos no puede anticipar el resultado de su apuesta. Le pasa lo mismo que a la investigación científica. Así como ésta ignora necesariamente lo que podrá llegar a conocer, la política de los movimientos no sabe cuánto poder social podrá ejercer. Nadie sabe lo que puede una multitud.
  La acción colectiva de los movimientos se realiza en un medio cambiante, como una fuerza compuesta de fuerzas y entre fuerzas. Y sus propias jugadas modifican el espacio en el que actúa. Puede (y necesita) dibujar el mapa de esas relaciones de poder social, pero no hay manera de anticipar el comportamiento de todos los actores involucrados ni el resultado de las respectivas tácticas. Puede (y necesita) entender los objetivos y los patrones de acción que ponen en juego las diferentes fuerzas políticas y sociales, pero no hay manera de saber en qué medida modificarán esos objetivos y patrones a la vista de los desplazamientos realizados por los demás. Puede (y necesita) marcarse unos objetivos propios, claros y ambiciosos, pero es mejor que esos objetivos no consistan en salvar el mundo o la humanidad. Es mejor que no sean dogmas inamovibles ni principios absolutos, sino esfuerzos en un proceso de alianzas y rupturas que sólo se cierra cuando agota una senda para abrir otra.
  Pidieron propuestas al 15M y algunos se apresuraron a ofrecer una lluvia de ideas. Le pidieron utopías y otros imaginaron una nueva amanecida. Pero, los diferentes acontecimientos han ido mostrando que el 15M, como cualquier otro movimiento social contemporáneo, no necesitaba hacer propuestas ni tampoco inventar nuevas utopías. El 15M necesitaba objetivos.
  Los objetivos destejen las redes de sentido que naturalizan la injusticia social. Y al tiempo dibujan el espacio de derechos comunes al que aspira el movimiento. Pero, los objetivos son, además, herramientas de trabajo socio-político. Son instrumentos de medición de los efectos de poder social que producen las acciones de los movimientos. Son herramientas para desbrozar un camino que no está señalizado. Y, sobre todo, son dispositivos que propician nuevas relaciones sociales.
  Muchas veces, esas herramientas son prestadas, han sido diseñadas para otros usos y el movimiento tiene que “desviarlas”, dotándolas de una nueva función. Y generalmente son provisionales: serán abandonadas en el momento en que ya no sirvan para ir más lejos. Si queremos un ejemplo del buen uso de los objetivos en este sentido complejo, observemos con atención la trayectoria de la PAH.

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